Lenguaje, modernidad y hegemonía

En vista de la interminable multiplicidad de perspectivas existentes sobre la modernidad como época histórica y los que serían sus rasgos constitutivos, un enfoque muy persuasivo es el que propone comprenderla, no como una categoría analítica, sino como un instrumento ideológico-político (una propuesta de historiadores como Frederick Cooper, James Sanders, Sebastian Conrad): esto es, como una caja de herramientas (a 'claim-making device', dice Cooper) desplegada por distintos actores en diferentes instancias para legitimar o movilizar reivindicaciones concretas. Además de evitarnos la confusión conceptual en torno al concepto, este enfoque tiene la ventaja de que caza con la evidencia clara de que en nombre de la modernidad se han avanzado, no solo agendas variadísimas, sino incluso contradictorias: pretensiones coloniales lo mismo que luchas anti-imperiales, políticas racistas y universalistas, apuestas de izquierda y de derecha, etc. Por ello, en lugar de buscar definir el umbral a partir del cual una sociedad entraría en la modernidad, como en las teorías de la modernización, o de tratar de encontrar la supuesta lógica subyacente del régimen onto-epistémico y geopolítico moderno, como quiere la teoría decolonial, lo que importa desde esta perspectiva son los distintos usos con que se utiliza políticamente lo que puede llamarse el lenguaje de la modernidad: formulaciones concretas de lo que es moderno o no, que a su vez se acompañan de distintas articulaciones de una familia de ideas y valores tales como ilustración, progreso, democracia, igualdad, libertad, universalismo, razón, etc.

Este enfoque no está exento de problemas. Uno importante es que parece que nos deja sin cómo distinguir entre usos y abusos de los concepto. Habría objeciones muy razonables si alguien caracterizara a Kim Jong-un como un líder pro-ilustración o quisiera explicarnos los conceptos de libertad y democracia remitiéndonos a los discursos de Bush Jr. durante la invasión de Irak. Los ejemplos de manipulaciones de este tipo son fácilmente multiplicables. Es un problema teórico, pero también político: sin poder distinguir entre el uso y el abuso, los conceptos pierden su capacidad movilizadora. ¿Debemos concluir que esa distinción es meramente ideológica? No solamente, según pienso. Pero el punto que estos ejemplos constatan es, simplemente, que en la contienda por la hegemonía no solo se trata de las categorías, sino del contenido con que las llenamos.

Ni el lenguaje de la modernidad, como postulan los decoloniales, es inherentemente colonial, patriarcal y capitalista, ni el 'buen vivir' o el 'vivir sabroso' son necesariamente categorías liberadoras que nos llevarán a otro modelo civilizatorio. La atribución de super-poderes ideológicos a las palabras en sí mismas es por excelencia un gesto idealista que extravía el análisis político lejos de las pugnas coyunturales concretas y propicia dogmatismos, posiciones maximalistas y sectarismos. El punto está (en buen espíritu wittgensteiniano, si se quiere) en cómo movilizamos esas herramientas retóricas en la disputa por la hegemonía.


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