Mar de la tranquilidad

Habíamos salido en busca del mar de la tranquilidad. Era una promesa de la época en que estábamos en la academia: encontrarlo y disfrutar de su paisaje. También era, por qué no decirlo, un motivo para enaltecer nuestra historia: ser los primeros en llegar a este lugar de entre todos nosotros, los últimos que salimos de la tierra.

En mapas del siglo XX renderizaban las imágenes con propósitos políticos. La idea era que la luna era un feudo de las superpotencias. Y con la manipulación de las imágenes, el mensaje era claro: en la luna no hay vida, ergo no era necesario explorarla: la carrera espacial debía orientar sus objetivos hacia otros planetas, preferiblemente fuera del sistema solar. Y el engaño surtió efecto: toda la historia de los siglos posteriores siguió este patrón: y muchas arcas se elevaron en los cielos para perderse en Alpha Centauri, donde aún están pendientes de concluir las expediciones de colonización.

Y nos dejaron la luna, a los países del quinto mundo: aquellos que no tuvieron acceso a las bombas ni a la virtualidad que facilitaba que habitáramos otros planetas sin desprendernos de nuestros dispositivos criogénicos.

Así que cuando llegó el momento, nos preparamos y llegamos a este lugar, el viejo satélite que ahora colonizamos.

Siempre quise conocer el mar. Dicen los registros que la tierra, pese a su nombre, era un planeta que contenía agua. Agua. Es una palabra mágica. El mar estaba lleno de agua. Eran grandes extensiones de agua que se movían muy lentamente. Eran otros mundos contenidos en el planeta que abandonamos.
No conocimos eso.

Imagino el mar como una gran vagina en la que uno se hunde y se pierde. Así que cuando le dije a los demás que quería ir en pos del mar de la tranquilidad, y usé estas mismas palabras, pensaron que estaba fuera de mis cabales. Hasta que utilicé una imagen y comprendieron de inmediato que debíamos salir en su búsqueda.

Según los registros, hoy sería domingo: un día de poderoso significado para los antiguos terrícolas.
Nosotros, neoselenitas, no tenemos días como éstos, solo largos registros que dan cuenta de una órbita alrededor de una estrella moribunda que aún puede darnos cobijo.

Fue fácil. No hubo que recorrer demasiado. A diferencia de los terrícolas, las utopías no son inalcanzables cuando la tecnología ha superado el límite de los sueños.

Debo admitir que me impresionó. Y hubo un impulso que nos hizo salir corriendo en busca de sus aguas. Queríamos las olas que llegaban hasta nuestras botas y nos rodeaban… Nos quitamos los trajes de entrenamiento y fuimos tanteando las olas con nuestros cuerpos, arrastrados, con temor, pero jubilosos por lo que veíamos.

Las primeras eran suaves y aún así tragaba agua. Fuimos adentrándonos entre gritos de camaradería y admiración por entrar al océano. A la gran vagina. Perdí de vista a los demás cuando las olas comenzaron a crecer y mientras braceaba tropecé con algo parecido a una boya.
Y fue ahí cuando la última ola, una grande que tapaba el horizonte selenita, me abrió.
Vi los cielos, como estaban registrados en las historias que estudiábamos cuando llegamos hasta acá. Dejé que el agua me inundara el cuerpo. Luego vino otra ola, una tras otra, olas y olas.
Agua y arena selenita.
Me ahogaba.
Pero en un esfuerzo regresé braceando a la orilla. Solo. Y la luna seguía desolada. Y mis compañeros no regresaron. Con partes de mi traje comencé a correr lo mejor que pude. Huir. Olvidar que había encontrado el mar de la tranquilidad. Pero toda calma es engañosa. La huida no era tal.
El mar furioso se alzaba de su lecho y venía en pos de mí.


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