Para crear hay que destruir
June 2, 2020•450 words
Ni siquiera Thomas de Quincey imaginó un horizonte de sucesos en donde el asesinato superara su condición de performance para devenir en un acto cotidiano, incorporado a la vida pública, fácilmente ejecutable dada la laxitud de la norma jurídica para despenalizar lo que, durante siglos, fue considerado como la máxima transgresión humana.
Ese tránsito no fue una ocurrencia genial de la ciencia ficción, cuyo imaginario de cabinas para suicidio fue explotado con fruición en el siglo 20. Sin embargo, sí fue beneficiado por factores emparentados con la velocidad, a saber: el cambio en las normas de convivencia propiciados en la era del confinamiento, la expansión tecno-comunicativa y, cómo no, el lábil oportunismo de los líderes políticos de ambos espectros ideológicos.
Está testimoniado en la historia de Internet que sus inicios no ocurrieron en las salas confortables del mundo sino en los barriales sudamericanos. Favela e invasión apadrinaron la revolución de baja tecnología y muerte que cambiaron las tornas criminales con posterioridad.
Mientras las clases medias aplaudían en los balcones e interactuaban en Zoom, la marginalidad tomaba Twitch para transmitir las ejecuciones extrajudiciales en las calles. De este primer paso, no exento de connotaciones ideológicas, surgió Belcebú, un colectivo de twitchers centro y sudamericanos, que abrió un canal 24/7 en el que alternaban asesinatos, limpieza social, asaltos a héroes y heroínas, para dar un salto en la popularización del crimen: tutoriales para derramar sangre, así lo llamaron, al método de asesinato divulgado en el canal.
Esto reventó todas las audiencias. Incluso el caído en desgracia Pew de Pie se unió a la conversación reabriendo su YouTube para discutir las últimas novedades de Belcebú y, antes de su asesinato en vivo por uno de los miembros del grupo, en 2028, franquiciar el método, adaptándolo para sus asépticas audiencias del primer mundo.
Pese a que Belcebú fue perseguido y diezmado por los ejércitos nacionales del subcontinente, los contenidos de su canal fueron replicados por diferentes colectivos que no solo los retransmitieron sino que también se aseguraron de preservarlos para las generaciones futuras a través de la naciente computación cuántica.
El impacto mediático no fue indiferente para los líderes políticos de ambos bandos, adentrados en los mecanismos de control gracias a las potestades adquiridas durante el confinamiento.
Cuando un grupo de twitchers canadienses replicó la idea de Belcebú, los aparatos ideológicos de ese estado abrieron la puerta para una asimilación jurídica que no tardaría en replicarse entre las potencias.
Aunque deudor de la telerrealidad de principios de siglo y la mala literatura distópica norteamericana de esa época, el asesinato, nunca más oportuno parafrasear a Walter Benjamin, perdió su aura pero garantizó un mecanismo de control social más efectivo que las veleidades ideológicas del pasado.