Ce con cedilla

...Tal fue el consejo del profesor de Historia de la lengua española, Alonso (nunca antes un nombre tan apropiado para una figura de su tipo), a nosotros, los alumnos de la extinta carrera de Filología en 2001. Alonso, ¿Ortiz?, ¿Gómez?...¿Quijano?, era un académico cuyo interés por el cambio lingüístico en marcha le permitió ilustrar, sin mayor esfuerzo aparente, la transformación silábica del castellano medieval en el español contemporáneo de la segunda parte del siglo XX. A diferencia de las clases de morfosintaxis, o de fonética y fonología, sus clases nunca fueron estériles; es decir, Alonso transmitía un amor genuino por la lengua, basado en la expresión pulcra, tanto en lo oral como en lo escrito, sin acudir a esnobismos, o derivas: en 120 minutos, exponía con elocuencia un problema (por ejemplo, la mutación de la {Ç} en {X}), lo ejemplificaba con fragmentos selectos del medioevo, o del Siglo de Oro, para resolverlo, de manera elegante, con textos de las literaturas nacionales de finales del siglo XIX, o del Boom latinoamericano. Mientras sus colegas intentaban, sin éxito, aparentar ser científicos de la lengua, Alonso solía ser visto como un literato, motivo por el que fue despreciado en las pugnas internas por el poder del currículo: antes que Filología desapareciera, su asignatura fue ubicada al final de la carrera, junto a las opcionales, al lado de Semántica (otro curso maravilloso), como antesala al año de investigación para optar a la tesis; en este diseño fueron privilegiadas morfosintaxis (dos años de repeticiones ante el tablero de ejercicios de la gramática generativa chomskyana), y, fonética y fonología (un año en el “laboratorio” repitiendo los sonidos de la lengua), a la manera de barreras para filtrar el tránsito de estudiantes hacia los semestres superiores, que contaban con «esbozos» de materias (duraban un semestre) con contenido lingüístico, como la sociolingüística, la psicolingüística, y la pragmática, a las que respondíamos sin mayor interés, con el cinismo de los desencantados, los que superábamos dichos traumas. La filología, al menos la dictada en la Universidad Nacional de Colombia a finales del siglo XX, carecía de imaginación: impartida sin contextualización, pseudocientífica, y de espaldas a la realidad laboral, fue, para una mayoría que decidió estudiarla, tanto un fracaso como un suicidio generacional. Algo de ello presentía Alonso en ese lejano 2001, cuando prorrumpió con aquel legendario consejo «Dejen el celular en el microondas”, cuyo eco perduró hasta la fecha. Fue un rapto, a la manera de San Juan de la Cruz. Nosotros, sus estudiantes, no contábamos con esa tecnología en el momento, menos con computadores o tabletas, tomábamos notas a mano y, el más osado, si acaso grababa las conferencias en cassette; por lo que escucharlo proferir, de manera ininterrumpida, “Dejen el celular en el microondas”, nos causó risas soterradas, en un primer momento, para, con inmediatez, entrar en el reino de la suspensión imaginaria de toda convención: Alonso, en su lucidez, nos advertía de la desazón que nos provocarían los dispositivos electrónicos en nuestra madurez tardía. Hastío, desazón, melancolía, tales fueron sus palabras. Sobre todo, frustración. Sus puños cerrados evidenciaban el dolor que sentía por sus palabras, así como la visión de un futuro opaco e inimaginado hasta ese momento. Temblaba cuando concluyó su perorata. Alguno le brindó un vaso de agua, pero éste se negó. Pidió que lo dejaran a solas. Medio juego, medio en broma, cuando salíamos de clase hablábamos en castellano del medioevo entre nosotros, a la manera de una jerga erudita que nos distinguiera de los hablamierda que poblaban la cafetería por esos años, cuya función era captar estudiantes que sirvieran como cabeza de turco para la insurrección por venir. En pocos años ya no estábamos ahí, y algunos de ellos hoy están muertos, o roban del erario público, lo que es lo mismo. Pero en esos momentos, nos sentíamos émulos de Fernando de Rojas, o de Rui Díaz de Vivar. Sin embargo, ésa tarde no utilizamos la jerga. Después, ya tampoco. A excepción de ese rapto, el curso de Historia de la lengua española concluyó sin novedad alguna. Embarcados en el proceso interminable de escribir una tesis, pasamos por alto, o preferimos omitir, ese episodio. Alonso continuó de titular de la asignatura hasta cuando la carrera fue clausurada. Luego, llegó el olvido.


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