Risas enlatadas

«Entre lobos no hay lealtades» era la frase preferida de A, tiburón de los negocios, capitán de la industria, prohombre, defensor de la moral, ciudadano emérito, desaparecido sin dejar rastro quince años atrás. En su empeño por encontrarlo sucumbieron las fuerzas militares extranjeras, las más brillantes mentes detectivescas, la tecnología de punta y el azar. Incluso su familia, que por años sostuvo la versión de un secuestro a manos de ilegales, no quiso aceptar la fuerza de los hechos hasta último momento, pese a que las evidencias eran crudas, palmarias, irrevocables. Por lo que, ante el féretro de roble, vacío en su interior, congregadas las fuerzas vivas de esta vieja y sucia ciudad, el llanto por su ausencia fue épico, absoluto, trágico. Lo lloró su esposa, casada con él por 50 años, piadosa y magnánima, que había organizado el complot en líneas generales, fastidiada por la prole que golpeaba a su puerta demandando sus derechos; lo elogió su segundo, probo y apocado, hastiado de una carrera de abusos y bajezas, que dispuso una bodega vacía para la ceremonia final; lo ponderó su secretaria, eficaz y terca, juguete roto de afectos y vacilaciones que nunca pudo darle el hijo que buscaba en ella, al organizar la agenda que seguiría estrictamente su bastardo, el ejecutor, sin alcurnia ni apellido, pero que estaba ahí, ante el féretro, ofreciendo unas palabras respetuosas ante el padre ausente mientras el primogénito, inútil, callaba, en su distancia monaguesca, las incontables veces que había recurrido a su ayuda, siempre negada, para salvar esas deudas de juego y vicio que el prohombre no compartía pero que, secretamente, envidiaba, él, un coloso, ajeno a las bajezas de esas mujeres y hombres sobre los que había construido un emporio, defendido la moralidad, restringido libertades y limpiado el camino de competidores, menos épicos que él, que ahora musitaban en voz grave el evangelio de la misma manera como en aquella tarde aplaudieron a rabiar el impecable proceder de los matarifes. En la segunda fila, los políticos, incluido el presidente -quien dejó su discurso para el final- guardaban silencio al recordar que habían visto pasar el mismo carro dos veces en quince años (la primera vez cuando el prohombre ignoraba que iba a enfrentar su destino, la segunda cuando ese mismo vehículo tomaba el camino de vuelta, con el féretro vacío, hacia la catedral); detrás de ellos los banqueros, que franquearon infinitas cantidades de dinero para que los coronoles, ascendidos de capitanes en la época en que A desapareció, realizaran un operativo limpio e impecable que figuraría, algún día, entre las magnas obras que consolidaban la república, misma que ahora, congregada como una fuerza viva alrededor de un cajón, el Presidente ensalzaba en un grandilocuente elogio, destinado a perdurar por las vetustas rotativas que construyeron el mito del prohombre ante las masas hambrientas, sin destino ni esperanza, agolpadas en la calle a la espera de dar un golpe a esa jauría protegida por soldados rasos que juraron fe en una causa que ni ellos mismos se atreven a creer. Dada la importancia del momento, el presidente se permitió la anécdota de referir la última llamada que él, cuando fue alcalde, recibió del prohombre a las 3.59 de la tarde en que no regresó...llamada que dejó en altavoz mientras encendía un cigarrillo a la memoria de ese viejo hijodeputa atrabiliario que había puesto la plata para elegirlo pero que, en contadas horas, dejaría de ser un obstáculo para todos. Recuerda el máximo dirigente que A le reprendió con «cariño y franqueza» por el aumento de la vagancia en las calles, ordenándole limpiarlas de inmediato -como si fuera él el que mandara, y no yo, grandísimo malparido-. Tal era su talante cívico, «inquebrantable» en palabras del presidente -que ordenó burocráticamente el silencio de aquello que necesitaba pasar sin ser visto, callar sin ser hablado, romper sin ser notado- que hoy, en este magno y triste evento, nos congrega alrededor de valores que no debemos descuidar, pese a que el tiempo, implacable, nos aguarda al final. Dios y patria, señoras y señores. Así concluye esta farsa con un aplauso ostentoso y liberador de los asistentes, protegidos por dinero, sangre e intereses. El muerto al hoyo, el vivo al baile.


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